Plenitud de la experiencia
Tratos con la calma
Con la misma incertidumbre de hoy, hace más de cincuenta años comencé a escribir una redacción; el tema era el mar. Y la terminé.
La mañana del día siguiente trae el recuerdo de la brisa, la temperatura cálida del aire, la luminosidad del cielo y la alegría que llevaba al colegio, porque de algún modo había comprendido que la redacción estaba bien hecha.
Aún vienen algunas oleadas de frases a mi memoria y se diluyen o se escapan en cuanto quiero atraparlas.
Cuando llegó mi turno, me puse de pie, la leí y el profesor preguntó: ¿De dónde la has copiado? Ante mi respuesta: de ninguna parte, la he hecho yo, él afirmó: tú te crees muy lista, pero yo, ya, voy a saberlo, y todos vamos a ver qué clase de persona eres tú.
Y él posiblemente usó otras palabras; yo lo recuerdo siempre con esas.
Al salir del colegio por la tarde, comenzaba a anochecer. Paré un momento en un escaparate de zapatos con las luces tan luminosas, que me hubiera gustado llevarme algo de luz para el tramo que faltaba hasta llegar a la casa. Miraba atenta algún zapato que me gustaba, aquel que nunca me comprarían. De pronto, un muchacho se acercó. No lo vi. Me tocó el pubis en un movimiento rápido, y salió corriendo.
Al cruzar la plaza, antes de llegar a los soportales, sentí un dolor intenso en la pantorrilla. Unos muchachos se reían en fuertes carcajadas, tan fuertes que retumbaban en las paredes. Alguno de ellos había acertado con la piedra de su tirachinas en mi pierna. El dolor tan intenso casi no permitía ni respirar. Seguí andando sin detenerme.
Para llegar a la casa, muy apartada de la población, aún faltaban dos o tres kilómetros. De día no eran tan inquietantes en su recorrido. Por la noche las luces eran muy pocas, muy tenues. Algunas bombillas flojas amenazaban con apagarse en sus parpadeos. La subida, ese día, era más empinada y los recodos más oscuros. Andaba con determinación, ignoraba el dolor de la pierna y repetía de un modo constante: no tengo miedo, no tengo miedo, no tengo miedo...