Hoy, muy temprano, después de levantarme, me he asomado al balcón para sentir el frescor de la mañana.
Un vecino del barrio, al que conozco desde hace muchos años, caminaba a paso lento, casi sin energía, con una bolsa en una mano y una maleta en la otra.
Se ha parado al lado de unas cajas de cartón, vacías y tiradas en la acera. Primero las ha ordenado bien. Después se las ha llevado no sé a dónde. No podía verlo. Entre tanto su bolsa y su maleta estaban en medio de la acera. No había nadie en la calle.
Ha vuelto a paso ligero y ha reanudado su camino con sus cosas. Dos o tres metros más adelante, ha visto una camisa tirada en medio de la calle. Ha vuelto a abandonar su equipaje. Ha cogido la camisa azul y ha cruzado la calle para tirarla a una papelera.
Hace muchos años, cuando él aún trabajaba, coincidíamos muchos días, por la mañana, más o menos a la misma hora. Un día me extrañó verle con una botella de agua de litro y medio, llena y sin tapón, en la mano.
Aunque yo iba un poco tarde, no le adelanté. Tenía curiosidad.
En la manzana siguiente a la nuestra, había un lugar con unas plantas abandonadas.
Él, tranquilamente, les puso agua, a cada una de ellas. Yo también veía, cada día, las mismas plantas y pensaba: nadie se preocupa de ellas y sobreviven.
Esta tarde, las cajas de cartón, bien ordenadas, estaban al lado del cubo amarillo para reciclar.
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